lunes, 22 de julio de 2013

El adiós de un verso suelto de la Iglesia sevillana

Hoy no toca preguntar en voz alta. No, entre otras cosas, porque la filosofía de este humilde blog era y es denunciar situaciones de distinta índole y ofrecer alternativas, más o menos utópicas en estos tiempos, y en este tema no encuentro respuestas. En pleno siglo XXI, los avances científicos no dejan de sorprendernos aunque los hitos que deparan son a todas luces insuficientes, motivo por lo que el cáncer –sí, cáncer, sin eufemismos- no tiene aún cura definitiva y nos está ganando esta vital partida.
Inteligente, de fina ironía y con una mente privilegiada para los números. Quizá por ello era el canónigo que llevaba las cuentas de la Catedral de Sevilla. Francisco Navarro Ruiz era diplomático en el sentido más amplio de la palabra. Dominaba como pocos el difícil arte la oratoria y fue miembro del Servicio Diplomático de la Santa Sede, con sucesivos destinos en las nunciaturas de Tanzania, Togo, Irak, Kuwait, Ghana y Benín. Fue uno de los pilares del cardenal Amigo, que le nombró comisario de la muestra Magna Hispalensis, celebrada durante la Expo del 92 y que tuvo un notable éxito en nuestra ciudad.
No solo tuve la suerte de conocerle sino de entablar una relación más allá del ámbito estrictamente profesional. No en vano, fue el sacerdote que celebró mi matrimonio –el día que se lo propuse, preguntó sitio y fecha y lo apuntó al instante en su particular agenda- y, además, bautizó a Ángela año y medio más tarde.
Como consecuencia de los numerosos actos públicos convocados por la Fundación Forja XXI, que él presidió desde abril de 2005, compartimos bastantes horas de viaje a lo largo y ancho de Andalucía. En los desplazamientos, en las incansables esperas en el puerto de Algeciras o en los entretenidos almuerzos de trabajo, al acabar el día, uno se iba siempre con la sensación de haber aprendido algo interesante. Sería interminable enumerar las anécdotas que vivió con su buen amigo y también canónigo Manuel Benigno García Vázquez (q.e.p.d) y que tenía a bien compartir con sus compañeros de mesa y mantel.
Quien dice Andalucía también habla del norte de Marruecos (Tetuán) y de Ceuta. En esta pequeña pero bonita ciudad, su familia, con su jovial tía Anita al frente, nos abría la puerta de su casa y era “obligado” cenar con ellos, tras una maratoniana jornada de reuniones con autoridades públicas.
En convocatorias de prensa o en distancias cortas, rara vez esquivaba una pregunta y raro era también que no habláramos en esos viajes por carretera de dos temas en los que no teníamos, precisamente, demasiada sintonía: el fútbol y la Semana Santa. Aunque era hermano del Silencio, mantenía cierta desapego con las cofradías y, sabedor de que me apasiona todo lo que rodea a ese mundo, andábamos inmersos en interesantes debates. Pero no fue óbice para arrancar su compromiso de predicar tras su jubilación en un Quinario de Los Gitanos aunque no ha sido posible. Diría que en estos últimos años fue mi cura de cabecera. En esas largas charlas sobre hermandades y, en general, en aquellas que tenían como hilo conductor a la Iglesia, dejaba claro con sus comentarios que no se sentía cómodo con algunos postulados de la jerarquía eclesiástica ni con el anquilosamiento de esta institución, lo que le valió en más de una ocasión la etiqueta del “cura progre de Los Remedios” -parroquia a la que accedió en 2002- aunque él prefería autocalificarse como una persona abierta a la que no le dolía en prendas disentir públicamente de esa jerarquía. Sin duda, fue una de las mentes más abiertas de la Iglesia. Descanse en paz.